jueves, 5 de febrero de 2009

Luna Nueva

La Pelicula de Crepusculo en audio latino!:

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martes, 3 de febrero de 2009

Indice

Prefacio

  • 1. La fiesta
  • 2. Los puntos
  • 3. El final
  • 4. El despertar
  • 5. El engaño
  • 6. Amigos
  • 7. Repetición
  • 8. Adrenalina
  • 9. Tres ruedas
  • 10. El prado
  • 11. La secta
  • 12. Intruso
  • 13. Asesino
  • 14. La familia
  • 15. Bajo presión
  • 16. Paris
  • 17. La visita
  • 18. El funeral
  • 19. La carrera
  • 20. Volterra
  • 21. El veredicto
  • 22. La huida
  • 23. La verdad
  • 24. La votación
  • Epilogo: El tratado

    Prefacio

    Prefacio

    Me sentía atrapada en una de esas pesadillas aterradoras en las que tienes que correr, correr hasta que te arden los pulmones, sin lograr desplazarte nunca a la velocidad necesaria. Las piernas parecían moverse cada vez más despacio mientras me esforzaba por avanzar entre la multitud indiferente, pero aun así, las manecillas del gran reloj de la torre seguían avanzando, no se detenían; inexorables e insensibles se aproximaban hacia el final, hacia el final de todo.

    Pero esto no era un sueño y, a diferencia de las pesadillas, no corría para salvar mi vida; corría para salvar algo infinitamente más valioso. En ese momento, incluso mi propia vida parecía tener poco significado para mí.

    Alice había predicho que existían muchas posibilidades de que las dos muriéramos allí. Tal vez el resultado habría sido bien diferente si aquel sol deslumbrante no la hubiera retenido, de modo que sólo yo era libre de cruzar aquella plaza iluminada y atestada de gente.

    Y no podía correr lo bastante rápido...

    ... por lo que no me importaba demasiado que estuviéramos rodeados por nuestros enemigos, extraordinariamente poderosos. Supe que era demasiado tarde cuando el reloj comenzó a dar la hora y sus campanadas hicieron vibrar el enlosado que pisaban mis pies —demasiado lentos—. Entonces me alegré de que más de un vampiro ávido de sangre me estuviera esperando por los alrededores. Si esto salía mal, a mí ya no me quedarían deseos de seguir viviendo.

    El reloj siguió dando la hora mientras el sol caía a plomo en la plaza desde el centro exacto del cielo.

    1. La fiesta

    La fiesta

    Estaba segura de que era un sueño en un noventa y nueve por ciento.

    Las razones de esa certeza casi absoluta eran, en primer lugar, que permanecía en pie recibiendo de pleno un brillante rayo de sol, la clase de sol intenso y cegador que nunca brillaba en mi actual hogar de Forks, Washington, donde siempre lloviznaba; y en segundo lugar, porque estaba viendo a mi abuelita Marie, que había muerto hacía seis años. Esto, sin duda, ofrecía una seria evidencia a favor de la teoría del sueño.

    La abuela no había cambiado mucho. Su rostro era tal y como lo recordaba; la piel suave tenía un aspecto marchito y se plegaba en un millar de finas arrugas debajo de las cuales se traslucía con delicadeza el hueso, como un melocotón seco, pero aureolado con una mata de espeso pelo blanco de aspecto similar al de una nube.

    Nuestros labios —los suyos fruncidos en una miríada de arrugas— se curvaron a la vez con una media sonrisa de sorpresa. Al parecer, tampoco ella esperaba verme.

    Estaba a punto de preguntarle algo, era tanto lo que quería saber... ¿Qué hacía en mi sueño? ¿Dónde había permanecido los últimos seis años? ¿Estaba bien el abuelo? ¿Se habían encontrado dondequiera que estuvieran? Pero ella abrió la boca al mismo tiempo que yo y me detuve para dejarla hablar primero. Ella hizo lo mismo y ambas sonreímos, ligeramente incómodas.

    —¿Bella?

    No era ella la que había pronunciado mi nombre, por lo que ambas nos volvimos para ver quién se unía a nuestra pequeña reunión. En realidad, yo no necesitaba mirar para saberlo. Era una voz que habría reconocido en cualquier lugar, y a la que también hubiera respondido, ya estuviera dormida o despierta. .. o incluso muerta, estoy casi segura. La voz por la que habría caminado sobre el fuego o, con menos dramatismo, por la que chapotearía todos los días de mi vida entre el frío y la lluvia incesante.

    Edward.

    Aunque me moría de ganas por verle —consciente o no— y estaba casi segura de que se trataba de un sueño, me entró el pánico a medida que Edward se acercaba a nosotras caminando bajo la deslumbrante luz del sol.

    Me asusté porque la abuela ignoraba que yo estaba enamorada de un vampiro —nadie lo sabía— y no se me ocurría la forma de explicarle el hecho de que los brillantes rayos del sol se quebraran sobre su piel en miles de fragmentos de arco iris, como si estuviera hecho de cristal o de diamante.

    Bien, abuelita, quizás te hayas dado cuenta de que mi novio resplandece. Es algo que le pasa cuando se expone al sol, pero no te preocupes...

    Pero ¿qué hacía él aquí? La única razón de que viviera en Forks, el lugar más lluvioso del mundo, era poder salir a la luz del día sin que quedara expuesto el secreto de su familia. Sin embargo, ahí estaba; se acercaba, como si yo estuviera sola, con ese andar suyo tan grácil y despreocupado y esa hermosísima sonrisa en su angelical rostro.

    En ese momento deseé no ser la excepción de su misterioso don. En general, agradecía ser la única persona cuyos pensamientos no podía oír con la misma claridad que si los expresara en voz alta, pero ahora hubiera deseado que oyera el aviso que le gritaba en mi fuero interno.

    Lancé una mirada aterrada a la abuela y me percaté de que era demasiado tarde. En ese instante, ella se volvió para mirarme y sus ojos expresaron la misma alarma que los míos.

    Edward continuó sonriendo de esa forma tan arrebatadora que hacía que mi corazón se desbocase y pareciera a punto de estallar dentro de mi pecho. Me pasó el brazo por los hombros y se volvió para mirar a mi abuela.

    Su expresión me sorprendió. Me miraba avergonzada, como si esperara una reprimenda, en vez de horrorizarse. Mantuvo aquel extraño gesto y separó torpemente un brazo del cuerpo; luego, lo alargó y curvó en el aire como si abrazara a alguien a quien no podía ver, alguien invisible...

    Sólo me percaté del marco que rodeaba su figura al contemplar la imagen desde una perspectiva más amplia. Sin comprender aún, alcé la mano que no rodeaba la cintura de Edward y la acerqué para tocar a mi abuela. Ella repitió el movimiento de forma exacta, como en un espejo. Pero donde nuestros dedos hubieran debido encontrarse, sólo había frío cristal...

    El sueño se convirtió en una pesadilla de forma brusca y vertiginosa.

    Ésa no era la abuela.

    Era mi imagen reflejada en un espejo. Era yo, anciana, arrugada y marchita.

    Edward permanecía a mi lado sin reflejarse en el espejo, insoportablemente hermoso a sus diecisiete años eternos.

    Apretó sus labios fríos y perfectos contra mi mejilla decrépita.

    —Feliz cumpleaños —susurró.

     

     

    Me desperté sobresaltada, jadeante y con los ojos a punto de salirse de las órbitas. Una mortecina luz gris, la luz propia de una mañana nublada, sustituyó al sol cegador de mi pesadilla.

    Sólo ha sido un sueño, me dije. Sólo ha sido un sueño. Tomé aire y salté de la cama cuando se me pasó el susto. El pequeño calendario de la esquina del reloj me mostró que todavía estábamos a trece de septiembre.

    Era sólo un sueño pero, sin duda, profético, al menos en un sentido. Era el día de mi cumpleaños. Acababa de cumplir oficialmente dieciocho años.

    Había estado temiendo este día durante meses.

    Durante el perfecto verano —el verano más feliz que he tenido jamás, el más feliz que nadie nunca haya podido tener y el más lluvioso de la historia de la península Olympic— esta fecha funesta había estado acechándome, preparada para saltar.

    Y ahora que por fin había llegado, resultaba aún peor de lo que temía. Casi podía sentirlo: era mayor. Cada día envejecía un poco más, pero hoy era diferente y notablemente peor. Tenía dieciocho años.

    Los que Edward nunca llegaría a cumplir.

    Cuando fui a lavarme los dientes, casi me sorprendió que el rostro del espejo no hubiera cambiado. Examiné a conciencia la piel marfileña de mi rostro en busca de algún indicio inminente de arrugas. Sin embargo, no había otras que las de mi frente, y comprendí que desaparecerían si me relajaba, pero no podía. La desazón se había aposentado en mi ceño hasta formar una línea de preocupación encima de los ansiosos ojos marrones.

    Sólo ha sido un sueño, me recordé una vez más. Sólo un sueño, y también mi peor pesadilla.

    Con las prisas por salir de casa lo antes posible, me salté el desayuno. No me encontraba con ánimo de enfrentarme a mi padre y tener que pasar unos minutos fingiendo estar contenta. Intentaba sentirme sinceramente entusiasmada con los regalos que le había pedido que no me hiciera, pero notaba que estaba a punto de llorar cada vez que debía sonreír.

    Hice un esfuerzo para sosegarme mientras conducía camino del instituto. Resultaba difícil olvidar la visión de la abuelita —no podía pensar en ella como si fuera yo— y sólo pude sentir desesperación cuando entré en el conocido aparcamiento que se extendía detrás del instituto de Forks y descubrí a Edward inmóvil, recostado contra su pulido Volvo plateado como un tributo de marfil consagrado a algún olvidado dios pagano de la belleza. El sueño no le hacía justicia. Y estaba allí esperándome sólo a mí, igual que cualquier otro día.

    La desesperación se disipó momentáneamente y la sustituyó el embeleso. Después del casi medio año que llevábamos juntos, todavía no podía creerme que mereciera tener tanta suerte.

    Su hermana Alice estaba a su lado, esperándome también.

    Edward y Alice no estaban emparentados de verdad, por supuesto —la historia que corría por Forks era que los retoños de los Cullen habían sido adoptados por el doctor Carlisle Cullen y su esposa Esme, ya que ambos tenían un aspecto excesivamente joven como para tener hijos adolescentes—, aunque su piel tenía el mismo tono de palidez, sus ojos el mismo extraño matiz dorado y las mismas ojeras marcadas y amoratadas. El rostro de Alice, al igual que el de Edward, era de una hermosura asombrosa, y estas similitudes los delataban a los ojos de alguien que, como yo, sabía qué eran.

    Puse cara de pocos amigos al ver a Alice esperándome allí, con sus ojos de color tostado brillando de excitación y una pequeña caja cuadrada envuelta en papel plateado en las manos. Le había dicho que no quería nada, nada, ni regalos ni ningún otro tipo de atención por mi cumpleaños. Evidentemente, había ignorado mis deseos.

    Cerré de un golpe la puerta de mi Chevrolet del 53 y una lluvia de motas de óxido revoloteó hasta la cubierta de color negro. Después me dirigí lentamente hacia donde me aguardaban. Alice saltó hacia delante para encontrarse conmigo; su cara de duende resplandecía bajo el puntiagudo pelo negro.

    —¡Feliz cumpleaños, Bella!

    —¡Shhh! —bisbiseé mientras miraba alrededor del aparcamiento para cerciorarme de que nadie la había oído. Lo último que me apetecía era cualquier clase de celebración del luctuoso evento.

    Ella me ignoró.

    —¿Cuándo quieres abrir tu regalo? ¿Ahora o luego? —me preguntó entusiasmada mientras caminábamos hacia donde nos esperaba Edward.

    —No quiero regalos —protesté con un hilo de voz.

    Al fin, pareció darse cuenta de cuál era mi estado de ánimo.

    —Vale..., tal vez luego. ¿Te ha gustado el álbum de fotografías que te ha enviado tu madre? ¿Y la cámara de Charlie?

    Suspiré. Por descontado, ella debía de saber cuáles iban a ser mis regalos de cumpleaños. Edward no era el único miembro de la familia dotado de extrañas cualidades. Seguramente Alice habría «visto» lo que mis padres planeaban regalarme en cuanto lo hubieran decidido.

    —Sí, son maravillosos.

    —A mí me parece una idea estupenda. Sólo te haces mayor de edad una vez en la vida, así que lo mejor es documentar bien la experiencia.

    —¿Cuántas veces te has hecho tú mayor de edad?

    —Eso es distinto.

    Entonces llegamos a donde estaba Edward, que me tendió la mano. La tomé con ganas, olvidando por un momento mi pesadumbre. Su piel era suave, dura y helada, como siempre. Le dio a mis dedos un apretón cariñoso. Me sumergí en sus líquidos ojos de topacio y mi corazón sufrió otro apretón aunque bastante menos dulce.

    Él sonrió al escuchar el tartamudeo de los latidos de mi corazón. Levantó la mano libre y recorrió el contorno de mis labios con el gélido extremo de uno de sus dedos mientras hablaba.

    —Así que, tal y como me impusiste en su momento, no me permites que te felicite por tu cumpleaños, ¿correcto?

    —Sí, correcto —nunca conseguiría imitar, ni siquiera de lejos, su perfecta y formal facilidad de expresión. Eso era algo que solamente podía adquirirse en un siglo pretérito.

    —Sólo me estaba asegurando —se pasó la mano por su despeinado cabello de color bronce—. Podrías haber cambiado de idea. La mayoría de la gente disfruta con cosas como los cumpleaños y los regalos.

    Alice rompió a reír y su risa se alzó como un sonido plateado, similar al repique del viento.

    —Pues claro que lo disfruta. Se supone que hoy todo el mundo se va a portar bien contigo y te dejará hacer lo que quieras, Bella. ¿Qué podría ocurrir de malo? —lanzó la frase como una pregunta retórica.

    —Pues hacerme mayor —contesté de todos modos, y mi voz no fue tan firme como me hubiera gustado.

    A mi lado, la sonrisa de Edward se tensó hasta convertirse en una línea dura.

    —Tener dieciocho años no es ser muy mayor —dijo Alice—. Tenía entendido que, por lo general, las mujeres no se sentían mal por cumplir años hasta llegar a los veintinueve.

    —Es ser mayor que Edward —mascullé.

    Él suspiró.

    —Técnicamente —dijo ella sin perder su tono desenfadado—, ya que sólo lo adelantas en un año de nada.

    Se suponía que... si estaba segura del futuro que deseaba, segura de pasarlo para siempre con Edward, Alice y el resto de los Cullen (mejor si no era como una menuda anciana arrugada) ... uno o dos años arriba o abajo no me importarían demasiado. Pero Edward se había cerrado en banda respecto a cualquier clase de futuro que incluyera mi transformación. Cualquier futuro que me hiciera como él, inmortal igual que él.

    Un impasse, lo llamaría Edward.

    Para ser sinceros, la verdad es que no entendía su punto de vista. ¿Qué tenía de bueno la mortalidad? Convertirse en vampiro no parecía una cosa tan horrible, al menos no a la manera de los Cullen.

    —¿A qué hora vendrás a casa? —continuó Alice, cambiando de tema. A juzgar por su expresión, ya se había dado cuenta de qué era lo que yo estaba intentando evitar.

    —No sabía que tuviera que ir allí.

    —¡Oh, por favor, Bella, no te pongas difícil! —se quejó ella—. No nos irás a arruinar toda la diversión poniendo esa cara, ¿verdad?

    —Creía que mi cumpleaños era para tener lo que yo deseara.

    —La llevaré desde casa de Charlie justo después de que terminemos las clases —le dijo Edward, ignorándome sin esfuerzo.

    —Tengo que trabajar —protesté.

    —En realidad, no —repuso Alice con aire de suficiencia—, ya he hablado con la señora Newton sobre eso. Te cambiará el turno en la tienda. Me dijo que te deseara un feliz cumpleaños.

    —Pero... pero es que no puedo dejarlo —tartamudeé mientras buscaba desesperadamente una excusa—. Lo cierto es que, bueno, todavía no he visto Romeo y Julieta para la clase de Literatura.

    Alice resopló con impaciencia.

    —Te sabes Romeo y Julieta de memoria.

    —Pero el señor Berty dice que necesitamos verlo representado para ser capaces de apreciarlo en su integridad, ya que ésa era la forma en que Shakespeare quiso que se hiciera.

    Edward puso los ojos en blanco.

    —Pero si ya has visto la película —me acusó Alice.

    —No en la versión de los sesenta. El señor Berty aseguró que era la mejor.

    Finalmente, Alice perdió su sonrisa satisfecha y me miró fijamente.

    —Mira, puedes ponértelo difícil o fácil, tú verás, pero de un modo u otro...

    Edward interrumpió su amenaza.

    —Tranquilízate, Alice. Si Bella quiere ver una película, que la vea. Es su cumpleaños.

    —Así es —añadí.

    —La llevaré sobre las siete —continuó él—. Os dará más tiempo para organizado todo.

    La risa de Alice resonó de nuevo.

    —Eso suena bien. ¡Te veré esta noche, Bella! Verás como te lo pasas bien —esbozó una gran sonrisa, una sonrisa amplia que expuso sus perfectos y deslumbrantes dientes; luego me pellizcó una mejilla y salió disparada hacia su clase antes de que pudiera contestarle.

    —Edward, por favor... —comencé a suplicar, pero él puso uno de sus dedos fríos sobre mis labios.

    —Ya lo discutiremos luego. Vamos a llegar tarde a clase.

    Nadie se molestó en mirarnos mientras nos acomodábamos al final del aula en nuestros asientos de costumbre. Ahora estábamos juntos en casi todas las clases —era sorprendente los favores que Edward conseguía de las mujeres de la administración—. Edward y yo llevábamos saliendo juntos demasiado tiempo como para ser objeto de habladurías. Ni siquiera Mike Newton se molestó en dirigirme la mirada apesadumbrada con la que solía hacerme sentir culpable; en vez de eso, ahora me sonreía y yo estaba contenta de que, al parecer, hubiera aceptado que sólo podíamos ser amigos. Mike había cambiado ese verano; los pómulos resaltaban más ahora que su rostro se había estirado, y era distinta la forma en que peinaba su cabello rubio: en lugar de llevarlo pinchudo, se lo había dejado más largo y modelado con gel en una especie de desaliño casual. Era fácil ver dónde se había inspirado, aunque el aspecto de Edward era algo inalcanzable por simple imitación.

    Conforme avanzaba el día, consideré todas las formas de eludir lo que se estuviera preparando en la casa de los Cullen aquella noche. El hecho en sí ya era lo bastante malo como para celebrarlo; máxime cuando, en realidad, no estaba de humor para fiestas, y peor aún, cuando lo más probable es que éstas incluyeran convertirme en el centro de atención y hacerme regalos.

    Nunca es bueno que te presten atención —seguramente, cualquier patoso tan proclive como yo a los accidentes pensará lo mismo—. Nadie desea convertirse en foco de nada si tiene tendencia a que se le caiga todo encima.

    Además, había pedido con toda claridad (en realidad, había ordenado expresamente) que nadie me regalara nada ese año. Y parecía que Charlie y Renée no habían sido los únicos que habían decidido pasarlo por alto.

    Nunca tuve mucho dinero, pero eso no me había preocupado jamás. Renée me había criado con el sueldo de una maestra de guardería, y tampoco Charlie se estaba forrando con el suyo, precisamente, siendo jefe de policía de una localidad pequeña como Forks. Mi único ingreso personal procedía de los tres días a la semana que trabajaba en la tienda local de productos deportivos. Era afortunada al tener un trabajo en un lugar tan minúsculo como aquél. Destinaba cada centavo que ganaba a mi microscópico fondo para la universidad. En realidad, la universidad era el plan B, porque aún no había perdido las esperanzas depositadas en el plan A, aunque Edward se había puesto tan inflexible con lo de que yo continuara siendo humana que...

    Edward tenía un montón de dinero, ni siquiera quería pensar en la cantidad total. El dinero casi carecía de significado para él y el resto de los Cullen. Según ellos, solamente era algo que se acumula cuando tienes tiempo ilimitado y una hermana con la asombrosa habilidad de predecir pautas en el mercado de valores. Edward no parecía entender por qué le ponía objeciones a que gastara su dinero conmigo, es decir, por qué me incomodaba que me llevara a un restaurante caro de Seattle y no podía regalarme un coche que alcanzara velocidades superiores a los ochenta kilómetros por hora, o incluso por qué no podía pagarme la matrícula de la universidad. Tenía un entusiasmo realmente ridículo por el plan B. Edward creía que yo estaba poniendo trabas sin necesidad.

    Pero ¿cómo le iba a dejar que me diera nada cuando yo no tenía con qué corresponderle? Él, por alguna razón incomprensible, quería estar conmigo. Cualquier cosa que me diera, además de su compañía, aumentaba aún más el desequilibrio entre nosotros.

    Conforme fue avanzando el día, ni Edward ni Alice volvieron a sacar el tema de mi cumpleaños, y comencé a relajarme un poco.

    Nos sentamos en nuestro lugar de siempre a la hora del almuerzo.

    Existía alguna extraña clase de tregua en esa mesa. Nosotros tres —Edward, Alice y yo— nos sentábamos en el extremo sur de la misma. Ahora que los hermanos Cullen más mayores y amedrentadores —por lo menos en el caso de Emmett— se habían graduado, Alice y Edward ya no intimidaban demasiado y no nos sentábamos solos. Mis otros amigos, Mike y Jessica —que estaban en la incómoda fase de amistad posterior a la ruptura—, Angela y Ben —cuya relación había sobrevivido al verano—, Eric, Conner, Tyler y Lauren —aunque esta última no entraba realmente en la categoría de amiga— se sentaban todos en la misma mesa, pero al otro lado de una línea invisible. Esa línea se disolvía en los días soleados, cuando Edward y Alice evitaban acudir a clase; entonces la conversación se generalizaba sin esfuerzo hasta hacerme partícipe.

    Ni Edward ni Alice encontraban este ligero ostracismo ofensivo ni molesto, como le hubiera ocurrido a cualquiera. De hecho, apenas lo notaban. La gente siempre se sentía extrañamente mal e incómoda con los Cullen, casi atemorizada por alguna razón que no era capaz de explicar. Yo era una rara excepción a esa regla. Algunas veces Edward se molestaba por lo cómoda que me sentía en su cercanía. Pensaba que eso no le convenía a mi salud, una opinión que yo rechazaba de plano en cuanto él la formulaba con palabras.

    La sobremesa pasó deprisa. Terminaron las clases y Edward me acompañó al coche, como de costumbre, pero esta vez me abrió la puerta del copiloto. Alice debía de haberse llevado su coche a casa para que él pudiera evitar que yo consiguiera escabullirme.

    Crucé los brazos y no hice ademán de guarecerme de la lluvia.

    —¿Es mi cumpleaños y ni siquiera puedo conducir?

    —Me comporto como si no fuera tu cumpleaños, tal y como tú querías.

    —Pues si no es mi cumpleaños, no tengo que ir a tu casa esta noche...

    —Muy bien —cerró la puerta del copiloto y pasó a mi lado para abrir la puerta del conductor—. Feliz cumpleaños.

    —Calla —mascullé con poco entusiasmo. Entré por la puerta abierta, deseando que él hubiera optado por la otra posibilidad.

    Mientras yo conducía, Edward jugueteó con la radio sin dejar de sacudir la cabeza con abierto descontento.

    —Tu radio se oye fatal.

    Puse cara de pocos amigos. No me gustaba que empezara a criticar el coche. Estaba muy bien y además tenía personalidad.

    —¿Quieres un estéreo que funcione bien? Pues conduce tu propio coche —los planes de Alice me ponían tan nerviosa que empeoraban mi estado de ánimo, ya de por sí sombrío, y las palabras me salieron con más brusquedad de la pretendida. Nunca exponía a Edward a mi mal genio, y el tono de mi voz le hizo apretar los labios para que no se le escapara una sonrisa.

    Se volvió para tomar mi rostro entre sus manos cuando aparqué frente a la casa de Charlie. Me tocó con mucho cuidado, paseando las puntas de sus dedos por mis sienes, mis pómulos y la línea de la mandíbula. Como si yo fuera algo que pudiera romperse con facilidad. Lo cual era exactamente el caso, al menos en comparación con él.

    —Deberías estar de un humor estupendo, hoy más que nunca —susurró. Su dulce aliento se deslizó por mi rostro.

    —¿Y si no quiero estar de buen humor? —pregunté con la respiración entrecortada.

    Sus ojos dorados ardieron con pasión.

    —Pues muy mal.

    Empezaba a sentirme confusa cuando se inclinó sobre mí y apretó sus labios helados contra los míos. Tal como él pretendía, sin duda, olvidé todas mis preocupaciones, y me concentré en recordar cómo se inspiraba y espiraba.

    Su boca se detuvo sobre la mía, fría, suave y dulce, hasta que deslicé mis brazos en torno a su cuello y me lancé a besarle con algo más que simple entusiasmo. Sentí cómo sus labios se curvaban hacia arriba cuando se apartó de mi cara y se alzó para deshacer mi abrazo.

    Edward había establecido con cuidado los límites exactos de nuestro contacto físico a fin de mantenerme viva. Aunque yo respetaba la necesidad de guardar una distancia segura entre mi piel y sus dientes ponzoñosos y afilados como navajas, tendía a olvidar esas trivialidades cuando me besaba.

    —Pórtate bien, por favor —suspiró contra mi mejilla. Presionó sus labios contra los míos una vez más y se apartó definitivamente de mí, obligándome a cruzar los brazos sobre mi estómago.

    El pulso me atronaba los oídos. Me puse una mano en el corazón. Palpitaba enloquecido.

    —¿Crees que esto mejorará algún día? —me pregunté, más a mí misma que a él—. ¿Alguna vez conseguiré que el corazón deje de intentar saltar fuera de mi pecho cuando me tocas?

    —La verdad, espero que no —respondió, un poco pagado de sí mismo.

    Puse los ojos en blanco.

    —Anda, vamos a ver cómo los Capuletos y los Montescos se destrozan unos a otros, ¿vale?

    —Tus deseos son órdenes para mí.

    Edward se repatingó en el sofá mientras yo ponía la película, pasando rápido los créditos del principio. Me envolvió la cintura con sus brazos y me reclinó contra su pecho cuando me senté junto a él en el borde del sofá. No era exactamente tan cómodo como un cojín, pero yo lo prefería con diferencia. Su pecho era frío y duro, aunque perfecto, como una escultura de hielo. Tomó la manta de punto que descansaba, doblada, sobre el respaldo del sofá y me envolvió con ella para que no me congelara al contacto de su cuerpo.

    —¿Sabes?, Romeo no me cae nada bien —comentó cuando empezó la película.

    —¿Y qué le pasa a Romeo? —le pregunté, un poco molesta. Era uno de mis personajes de ficción favoritos. Creo que hasta estaba un poco enamorada de él hasta que conocí a Edward.

    —Bien, en primer lugar, está enamorado de esa Rosalinda, ¿no te parece que es un poco voluble? Y luego, unos pocos minutos después de su boda, mata al primo de Julieta. No es precisamente un rasgo de brillantez. Acumula un error tras otro. ¿Habría alguna otra manera más completa de destruir su felicidad?

    Suspiré.

    —¿Quieres que la vea yo sola?

    —No, de todos modos, yo estaré mirándote a ti la mayor parte del rato —sus dedos se deslizaron por mi piel trazando formas, poniéndome la carne de gallina—. ¿Te vas a poner a llorar?

    —Probablemente —admití—. Si estás pendiente de mí todo el rato.

    —Entonces no te distraeré —pero sentí sus labios contra mi pelo y eso me distrajo bastante.

    La película captó mi interés a ratos, gracias en buena parte a que Edward me susurraba los versos de Romeo al oído, con su irresistible voz aterciopelada, que convertía la del actor en un sonido débil y basto en comparación. Y claro que lloré, para su diversión, cuando Julieta se despierta y encuentra a su reciente esposo muerto.

    —He de admitir que le tengo una especie de envidia —dijo Edward secándome las lágrimas con un mechón de mi propio pelo.

    —Ella es muy guapa.

    Él hizo un sonido de disgusto.

    —No le envidio la chica, sino la facilidad para suicidarse —aclaró con tono de burla—. ¡Para vosotros, los humanos, es tan sencillo! Todo lo que tenéis que hacer es tragaros un pequeño vial de extractos de plantas...

    —¿Qué? —inquirí con un grito ahogado.

    —Es algo que tuve que plantearme una vez, y sé por la experiencia de Carlisle que no es nada sencillo. Ni siquiera estoy seguro de cuántas maneras de matarse probó Carlisle al principio, cuando se dio cuenta de en qué se había convertido... —su voz, que se había tornado mucho más seria, se volvió ligera otra vez—. Y no cabe duda de que sigue con una salud excelente.

    Me retorcí para poder leer su expresión.

    —¿De qué estás hablando? —quise saber—. ¿Qué quieres decir con eso de que tuviste que planteártelo una vez?

    —La primavera pasada, cuando tú casi... casi te mataron... —hizo una pausa para inspirar profundamente, luchando por volver al tono socarrón de antes—. Claro que estaba concentrado en encontrarte con vida, pero una parte de mi mente estaba elaborando un plan de emergencia por si las cosas no salían bien. Y como te decía, no es tan fácil para mí como para un humano.

    Los recuerdos de mi último viaje a Phoenix me embargaron y durante un segundo sentí cierto vértigo. Aún conservaba en mi memoria, con total nitidez, el sol cegador y las oleadas de calor procedentes del asfalto mientras corría a toda prisa y con ansiedad al encuentro del sádico vampiro que quería torturarme hasta la muerte. James me esperaba en la habitación de los espejos con mi madre como rehén, o eso suponía yo. No supe hasta más tarde que todo era una treta. Lo que tampoco sabía James es que Edward se apresuraba a salvarme. Lo consiguió a tiempo, pero por muy poco. De manera inconsciente, mis dedos se deslizaron por la cicatriz en forma de media luna de mi mano, siempre a varios grados por debajo de la temperatura del resto de mi piel.

    Sacudí la cabeza, como si con eso pudiera deshacerme de todos los malos recuerdos e intenté comprender lo que Edward quería decir, mientras sentía un incómodo peso en el estómago.

    —¿Un plan de emergencia? —repetí.

    —Bueno, no estaba dispuesto a vivir sin ti —puso los ojos en blanco como si eso resultara algo evidente hasta para un niño—. Aunque no estaba seguro sobre cómo hacerlo. Tenía claro que ni Emmett ni Jasper me ayudarían..., así que pensé que lo mejor sería marcharme a Italia y hacer algo que molestara a los Vulturis.

    No quería creer que hablara en serio, pero sus ojos dorados brillaban de forma inquietante, fijos en algo lejano en la distancia, como si contemplara las formas de terminar con su propia vida. De pronto, me puse furiosa.

    —¿Qué es un Vulturis? —inquirí.

    —Son una familia —contestó con la mirada ausente—, una familia muy antigua y muy poderosa de nuestra clase. Es lo más cercano que hay en nuestro mundo a la realeza, supongo. Carlisle vivió con ellos algún tiempo durante sus primeros años, en Italia, antes de venir a América. ¿No recuerdas la historia?

    —Claro que me acuerdo.

    Nunca podría olvidar la primera vez que visité su casa, la enorme mansión blanca escondida en el bosque al lado del río, o la habitación donde Carlisle —el padre de Edward en tantos sentidos reales— tenía una pared llena de pinturas que contaban su historia personal. El lienzo más vívido, el de colores más luminosos y también el más grande, procedía de la época que Carlisle había pasado en Italia. Naturalmente que me acordaba del sereno cuarteto de hombres, cada uno con el rostro exquisito de un serafín, pintados en la más alta de las balconadas, observando la espiral caótica de colores. Aunque la pintura se había realizado hacía siglos, Carlisle, el ángel rubio, permanecía inalterable. Y recuerdo a los otros tres, los primeros conocidos de Carlisle. Edward nunca había utilizado la palabra Vulturis para referirse al hermoso trío, dos con el pelo negro y uno con el cabello blanco como la nieve. Los llamó Aro, Cayo y Marco, los mecenas nocturnos de las artes.

    —De cualquier modo, lo mejor es no irritar a los Vulturis —continuó Edward, interrumpiendo mi ensoñación—. No a menos que desees morir, o lo que sea que nosotros hagamos —su voz sonaba tan tranquila que parecía casi aburrido con la perspectiva.

    Mi ira se transformó en terror. Tomé su rostro marmóreo entre mis manos y se lo apreté fuerte.

    —¡Nunca, nunca vuelvas a pensar en eso otra vez! ¡No importa lo que me ocurra, no te permito que te hagas daño a ti mismo!

    —No te volveré a poner en peligro jamás, así que eso es un punto indiscutible.

    —¡Ponerme en peligro! ¿Pero no estábamos de acuerdo en que toda la mala suerte es cosa mía? —estaba enfadándome cada vez más—. ¿Cómo te atreves a pensar en esas cosas? —la idea de que Edward dejara de existir, incluso aunque yo estuviera muerta, me producía un dolor insoportable.

    —¿Qué harías tú si las cosas sucedieran a la inversa? —preguntó.

    —No es lo mismo.

     Él no parecía comprender la diferencia y se rió entre dientes.

    —¿Y qué pasa si te ocurre algo? —me puse pálida sólo de pensarlo—. ¿Querrías que me suicidara?

    Un rastro de dolor surcó sus rasgos perfectos.

    —Creo que veo un poco por dónde vas... sólo un poco —admitió—. Pero ¿qué haría sin ti?

    —Cualquier cosa de las que hicieras antes de que yo apareciera para complicarte la vida.

    Suspiró.

    —Tal como lo dices, suena fácil.

    —Seguro que lo es. No soy tan interesante, la verdad.

    Parecía a punto de rebatirlo, pero lo dejó pasar.

    —Eso es discutible —me recordó.

    Repentinamente, se incorporó adoptando una postura más formal, colocándome a su lado de modo que no nos tocáramos.

    —¿Charlie? —aventuré.

    Edward sonrió. Poco después escuché el sonido del coche de policía al entrar por el camino. Busqué y tomé su mano con firmeza, ya que mi padre bien podría tolerar eso.

    Charlie entró con una caja de pizza en las manos.

    —Hola, chicos —me sonrió—. Supuse que querrías tomarte un respiro de cocinar y fregar platos el día de tu cumpleaños. ¿Hay hambre?

    —Está bien. Gracias, papá.

    Charlie no hizo ningún comentario sobre la aparente falta de apetito de Edward. Estaba acostumbrado a que no cenara con nosotros.

    —¿Le importaría si me llevo a Bella esta tarde? —preguntó Edward cuando Charlie y yo terminamos.

    Miré a Charlie con rostro esperanzado. Quizás él tuviera ese tipo de concepto de cumpleaños que consiste en «quedarse en casa», en plan familiar. Éste era mi primer cumpleaños con él, el primer cumpleaños desde que mi madre, Renée, volviera a casarse y se hubiera ido a vivir a Florida, de modo que no sabía qué expectativas tendría él.

    —Eso es estupendo, los Mariner juegan con los Fox esta noche —explicó Charlie, y mi esperanza desapareció—, así que seguramente seré una mala compañía... Toma —sacó la cámara que me había comprado por sugerencia de Renée (ya que necesitaría fotos para llenar mi álbum) y me la lanzó.

    Él debería haber sabido mejor que nadie que yo no era ninguna maravilla de coordinación de movimientos. La cámara saltó de entre mis dedos y cayó dando vueltas hacia el suelo. Edward la atrapó en el aire antes de que se estampara contra el linóleo.

    —Buena parada —remarcó Charlie—. Si han organizado algo divertido esta noche en casa de los Cullen, Bella, toma algunas fotos. Ya sabes cómo es tu madre, estará esperando verlas casi al mismo tiempo que las vayas haciendo.

    —Buena idea, Charlie —dijo Edward mientras me devolvía la cámara.

    Volví la cámara hacia él y le hice la primera foto.

    —Va bien.

    —Estupendo. Oye, saluda a Alice de mi parte. Lleva tiempo sin pasarse por aquí —Charlie torció el gesto.

    —Sólo han pasado tres días, papá —le recordé. Charlie estaba loco por Alice. Se encariñó con ella la última primavera, cuando me estuvo ayudando en mi difícil convalecencia; Charlie siempre le estaría agradecido por salvarle del horror de ayudar a ducharse a una hija ya casi adulta—. Se lo diré.

    —Que os divirtáis esta noche, chicos —eso era claramente una despedida. Charlie ya se iba camino del salón y de la televisión.

    Edward sonrió triunfante y me tomó de la mano para dirigirnos hacia la cocina.

    Cuando fuimos a buscar mi coche, me abrió la puerta del copiloto y esta vez no protesté. Todavía me costaba mucho trabajo encontrar el camino oculto que llevaba a su casa en la oscuridad.

    Edward condujo hacia el norte, hacia las afueras de Forks, visiblemente irritado por la escasa velocidad a la que le permitía conducir mi prehistórico Chevrolet. El motor rugía incluso más fuerte de lo habitual mientras intentaba ponerlo a más de ochenta.

    —Tómatelo con calma —le advertí.

    —¿Sabes qué te gustaría un montón? Un precioso y pequeño Audi Coupé. Apenas hace ruido y tiene mucha potencia...

    —No hay nada en mi coche que me desagrade. Y hablando de caprichos caros, si supieras lo que te conviene, no te gastarías nada en regalos de cumpleaños.

    —Ni un centavo —dijo con aspecto recatado.

    —Muy bien.

    —¿Puedes hacerme un favor?

    —Depende de lo que sea.

    Suspiró y su dulce rostro se puso serio.

    —Bella, el último cumpleaños real que tuvimos nosotros fue el de Emmett en 1935. Déjanos disfrutar un poco y no te pongas demasiado difícil esta noche. Todos están muy emocionados.

    Siempre me sorprendía un poco cuando se refería a ese tipo de cosas.

    —Vale, me comportaré.

    —Probablemente debería avisarte de que...

    —Bien, hazlo.

    —Cuando digo que todos están emocionados... me refiero a todos ellos.

    —¿Todos? —me sofoqué—. Pensé que Emmett y Rosalie estaban en África.

    El resto de Forks tenía la sensación de que los retoños mayores de los Cullen se habían marchado ese año a la universidad, a Dartmouth, pero yo tenía más información.

    —Emmett quería estar aquí.

    —Pero... ¿y Rosalie?

    —Ya lo sé, Bella. No te preocupes, ella se comportará lo mejor posible.

    No contesté. Como si yo simplemente pudiera no preocuparme, así de fácil. A diferencia de Alice, la otra hermana «adoptada» de Edward, la exquisita Rosalie con su cabello rubio dorado, no me estimaba mucho. En realidad, lo que sentía era algo un poco más fuerte que el simple desagrado. Por lo que a Rosalie se refería, yo era una intrusa indeseada en la vida secreta de su familia.

    Me sentía terriblemente culpable por la situación. Ya me había dado cuenta de que la prolongada ausencia de Emmett y Rosalie era por mi causa, a pesar de que, sin reconocerlo abiertamente, estaba encantada de no tener que verla. A Emmett, el travieso hermano de Edward, sí que le echaba de menos. En muchos sentidos, se parecía a ese hermano mayor que yo siempre había querido tener..., sólo que era mucho, mucho más amedrentador.

    Edward decidió cambiar de tema.

    —Así que, si no me dejas regalarte el Audi, ¿no hay nada que quieras por tu cumpleaños?

    Mis palabras salieron en un susurro.

    —Ya sabes lo que quiero.

    Un profundo ceño hizo surgir arrugas en su frente de mármol. Era evidente que hubiera preferido continuar con el tema de Rosalie.

    Parecía que aquel día no hiciéramos nada más que discutir.

    —Esta noche, no, Bella. Por favor.

    —Bueno, quizás Alice pueda darme lo que quiero.

    Edward gruñó; era un sonido profundo y amenazante.

    —Este no va a ser tu último cumpleaños, Bella —juró.

    —¡Eso no es justo!

    Creo que pude oír cómo le rechinaban los dientes.

    Estábamos a punto de llegar a la casa. Las luces brillaban con fuerza en las ventanas de los dos primeros pisos. Una larga línea de relucientes farolillos de papel colgaba de los aleros del porche, irradiando un sutil resplandor sobre los enormes cedros que rodeaban la casa. Grandes maceteros de flores —rosas de color rosáceo— se alineaban en las amplias escaleras que conducían a la puerta principal.

    Gemí.

    Edward inspiró profundamente varias veces para calmarse.

    —Esto es una fiesta —me recordó—. Intenta ser comprensiva.

    —Seguro —murmuré.

    Él dio la vuelta al coche para abrirme la puerta y me ofreció su mano.

    —Tengo una pregunta.

    Esperó con cautela.

    —Si revelo esta película —dije mientras jugaba con la cámara entre mis manos—, ¿aparecerás en las fotos?

    Edward se echó a reír. Me ayudó a salir del coche, me arrastró casi por las escaleras y todavía estaba riéndose cuando me abrió la puerta.

    Todos nos esperaban en el enorme salón de color blanco. Me saludaron con un «¡Feliz cumpleaños, Bella!», a coro y en voz alta, cuando atravesé la puerta. Enrojecí y clavé la mirada en el suelo. Alice, supuse que había sido ella, había cubierto cada superficie plana con velas rosadas y había docenas de jarrones de cristal llenos con cientos de rosas. Cerca del gran piano de Edward había una mesa con un mantel blanco, sobre el cual estaba el pastel rosa de cumpleaños, más rosas, una pila de platos de cristal y un pequeño montón de regalos envueltos en papel plateado.

    Era cien veces peor de lo que había imaginado.

    Edward, al notar mi incomodidad, me pasó un brazo alentador por la cintura y me besó en lo alto de la cabeza.

    Los padres de Edward, Esme y Carlisle —jóvenes hasta lo inverosímil y tan encantadores como siempre— eran los que estaban más cerca de la puerta. Esme me abrazó con cuidado y su pelo suave del color del caramelo me rozó la mejilla cuando me besó en la frente. Entonces, Carlisle me pasó el brazo por los hombros.

    —Siento todo esto, Bella —me susurró en un aparte—. No hemos podido contener a Alice.

    Rosalie y Emmett estaban detrás de ellos. Ella no sonreía, pero al menos no me miraba con hostilidad. El rostro de Emmett se ensanchó en una gran sonrisa. Habían pasado meses desde la última vez que los vi; había olvidado lo gloriosamente bella que era Rosalie, tanto, que casi dolía mirarla. Y Emmett siempre había sido tan... ¿grande?

    —No has cambiado en nada —soltó Emmett con un tono burlón de desaprobación—. Esperaba alguna diferencia perceptible, pero aquí estás, con la cara colorada como siempre.

    —Muchísimas gracias, Emmett —le agradecí mientras enrojecía aún más.

    Él se rió.

    —He de salir un minuto —hizo una pausa para guiñar teatralmente un ojo a Alice—. No hagas nada divertido en mi ausencia.

    —Lo intentaré.

    Alice soltó la mano de Jasper y saltó hacia mí, con todos sus dientes brillando en la viva luz. Jasper también sonreía, pero se mantenía a distancia. Se apoyó, alto y rubio, contra la columna, al pie de las escaleras. Durante los días que habíamos pasado encerrados juntos en Phoenix, pensé que había conseguido superar su aversión por mí, pero volvía a comportarse conmigo exactamente del mismo modo que antes, evitándome todo lo que podía, en el momento en que se vio libre de su obligación de protegerme. Sabía que no era nada personal, sólo una precaución y yo intentaba no mostrarme susceptible con el tema. Jasper tenía más problemas que los demás a la hora de someterse a la dieta de los Cullen; el olor de la sangre humana le resultaba mucho más irresistible a él que a los demás, a pesar de que llevaba mucho tiempo intentándolo.

    —Es la hora de abrir los regalos —declaró Alice. Pasó su mano fría bajo mi codo y me llevó hacia la mesa donde estaban la tarta y los envoltorios plateados.

    Puse mi mejor cara de mártir.

    —Alice, ya sabes que te dije que no quería nada...

    —Pero no te escuché —me interrumpió petulante—. Ábrelos.

    Me quitó la cámara de las manos y en su lugar puso una gran caja cuadrada y plateada. Era tan ligera que parecía vacía. La tarjeta de la parte superior decía que era de Emmett, Rosalie y Jasper. Casi sin saber lo que hacía, rompí el papel y miré por debajo, intentando ver lo que el envoltorio ocultaba.

    Era algún instrumento electrónico, con un montón de números en el nombre. Abrí la caja, esperando descubrir lo que había dentro, pero en realidad, la caja estaba vacía.

    —Mmm... gracias.

    A Rosalie se le escapó una sonrisa. Jasper se rió.

    —Es un estéreo para tu coche —explicó—. Emmett lo está instalando ahora mismo para que no puedas devolverlo.

    Alice siempre iba un paso por delante de mí.

    —Gracias, Jasper, Rosalie —les dije mientras sonreía al recordar las quejas de Edward sobre mi radio esa misma tarde; al parecer, todo era una puesta en escena—. Gracias, Emmett —añadí en voz más alta.

    Escuché su risa explosiva desde mi coche y no pude evitar reírme también.

    —Abre ahora el de Edward y el mío —dijo Alice, con una voz tan excitada que había adquirido un tono agudo. Tenía en la mano un paquete pequeño, cuadrado y plano.

    Me volví y le lancé a Edward una mirada de basilisco.

    —Lo prometiste.

    Antes de que pudiera contestar, Emmett apareció en la puerta.

    —¡Justo a tiempo! —alardeó y se colocó detrás de Jasper, que se había acercado más de lo habitual para poder ver mejor.

    —No me he gastado un centavo —me aseguró. Me apartó un mechón de pelo de la cara, dejándome en la piel un leve cosquilleo con su contacto.

    Aspiré profundamente y me volví hacia Alice.

    —Dámelo —suspiré.

    Emmett rió entre dientes con placer.

    Tomé el pequeño paquete, dirigiendo los ojos a Edward mientras deslizaba el dedo bajo el filo del papel y tiraba de la tapa.

    —¡Maldita sea! —murmuré, cuando el papel me cortó el dedo. Lo alcé para examinar el daño. Sólo salía una gota de sangre del pequeño corte.

    Entonces, todo pasó muy rápido.

    —¡No! —rugió Edward.

    Se arrojó sobre mí, lanzándome contra la mesa. Las dos nos caímos, tirando al suelo el pastel y los regalos, las flores y los platos. Aterricé en un montón de cristales hechos añicos.

    Jasper chocó contra Edward y el sonido pareció el golpear de dos rocas.

    También hubo otro ruido, un gruñido animal que parecía proceder de la profundidad del pecho de Jasper. Éste intentó empujar a Edward a un lado y sus dientes chasquearon a pocos centímetros de su rostro.

    Al segundo siguiente, Emmett agarraba a Jasper desde detrás, sujetándolo con su abrazo de hierro, pero Jasper se debatía desesperadamente, con sus ojos salvajes, de expresión vacía fijos exclusivamente en mí.

    No sólo estaba en estado de shock, sino que también sentía pena. Caí al suelo cerca del piano, con los brazos extendidos de forma instintiva para parar mi caída entre los trozos irregulares de cristal. Justo en aquel momento sentí un dolor agudo y punzante que me subió desde la muñeca hasta el pliegue del codo.

    Aturdida y desorientada, miré la brillante sangre roja que salía de mi brazo y después a los ojos enfebrecidos de seis vampiros repentinamente hambrientos.

    2. Los puntos

    Los puntos

    Carlisle fue el único que conservó la calma. En el aplomo y la autoridad de su voz se acumulaban siglos de experiencia adquirida en las salas de urgencias.

    —Emmett, Rose, llevaos de aquí a Jasper.

    Emmett, que estaba serio por vez primera, asintió.

    —Vamos, Jasper.

    El interpelado tenía una expresión demente en los ojos. Continuó resistiéndose contra la presa implacable de Emmett. Se debatió e intentó alcanzar a su hermano con los colmillos desnudos.

    El rostro de Edward estaba blanco como la cal cuando rodó para cubrir con su cuerpo el mío en una posición claramente defensiva. Profirió un sordo gruñido de aviso entre los dientes apretados. Estaba segura de que en ese momento no respiraba.

    Rosalie, la de rostro divino y extrañamente petulante, se puso delante de Jasper, aunque se mantuvo a una cautelosa distancia de sus dientes, y ayudó a Emmett en su forcejeo para sacarlo por la puerta de cristal que Esme sostenía abierta, aunque sin dejar de taparse la nariz y la boca con una mano.

    El rostro en forma de corazón de Esme parecía avergonzado.

    —Lo siento tanto, Bella —se disculpó entre lágrimas antes de seguir a los demás hasta el patio.

    —Deja que me acerque, Edward —murmuró Carlisle.

    Transcurrió un segundo antes de que Edward asintiera lentamente y relajara la postura.

    Carlisle se arrodilló a mi lado y se inclinó para examinarme el brazo. Mi rostro aún mostraba la conmoción de la caída así que intenté recomponerme un poco.

    —Toma, Carlisle —dijo Alice mientras le tendía una toalla.

    Él sacudió la cabeza.

    —Hay demasiados cristales dentro de la herida.

    Se alzó y desgarró una tira larga y estrecha de tela del borde del mantel blanco. La enrolló en mi brazo por encima del codo para hacer un torniquete. El olor de la sangre me estaba mareando. Los oídos me pitaban.

    —Bella —me dijo Carlisle con un hilo de voz—, ¿quieres que te lleve al hospital, o te curo aquí mismo?

    —Aquí, por favor —susurré. No habría forma de evitar que Charlie se enterara si me llevaba al hospital.

    —Te traeré el maletín —se ofreció Alice.

    —Vamos a llevarla a la mesa de la cocina —le sugirió Carlisle a Edward.

    Edward me levantó sin esfuerzo; Carlisle mantuvo firme la presión sobre mi brazo y me preguntó:

    —¿Cómo te encuentras, Bella?

    —Estoy bien —mi voz sonó razonablemente firme, lo cual me agradó.

    El rostro de Edward parecía tallado en piedra.

    Alice ya se encontraba allí. El maletín negro de Carlisle descansaba encima de la mesa, cerca del pequeño pero intenso foco de luz de un flexo enchufado a la pared. Edward me sentó con dulzura en una silla. Carlisle acercó otra y se puso a trabajar sin hacer pausa alguna.

    Edward permaneció de pie a mi lado, todavía alerta, aunque continuaba sin respirar.

    —Sal, Edward —suspiré.

    —Puedo soportarlo —insistió, pero su mandíbula estaba rígida y sus ojos ardían con la intensidad de la sed contra la que luchaba, una sed aún peor que la de los demás.

    —No tienes por qué comportarte como un héroe. Carlisle puede curarme sin tu ayuda. Sal a tomar un poco el aire.

    Hice un gesto de malestar cuando Carlisle me hizo algo en el brazo que dolió.

    —Me quedaré —decidió él.

    —¿Por qué eres tan masoquista? —mascullé.

    Carlisle decidió interceder.

    —Edward, quizás deberías ir en busca de Jasper antes de que la cosa vaya a más. Estoy seguro de que se sentirá fatal y dudo que esté dispuesto a escuchar a ningún otro que no seas tú en estos momentos.

    —Sí —añadí con impaciencia—. Ve a buscar a Jasper.

    —De ese modo, harías algo útil —apostilló Alice.

    Edward entrecerró los ojos como si pensara que nos habíamos confabulado contra él, pero finalmente, asintió y salió sin hacer ruido por la puerta trasera de la cocina. Estaba segura de que no había inspirado ni una sola vez desde que me corté el dedo.

    Una sensación de entumecimiento y pesadez se extendía por mi brazo y, aunque aliviaba el dolor, me recordaba el tajo que me había hecho, así que me dediqué a mirar el rostro de Carlisle con gran atención para distraerme de lo que hacían sus manos. Su cabello destellaba como el oro bajo la potente luz cuando se inclinó sobre mi brazo. Sentía ligeros pinchazos de malestar en la boca del estómago, pero estaba decidida a no dejarme dominar por mis remilgos habituales. Ahora no me dolía, sólo tenía una suave sensación de tirantez que procuré ignorar. No había motivo para sentirme enferma como si fuera un bebé.

    Si ella no hubiera estado ante mis ojos, no habría sido consciente de cuándo Alice se rindió y se escabulló de la habitación. Esbozó una sonrisa de disculpa y salió por la puerta de la cocina.

    —Bien, ya no queda nadie —suspiré—. Está claro que soy capaz de desalojar una habitación.

    —No es culpa tuya —me consoló Carlisle sonriendo entre dientes—. Podría pasarle a cualquiera.

    —Podría —repetí—, pero casualmente sólo me pasa a mí.

    Él volvió a reírse.

    Su calma y su aspecto relajado extrañaban aún más si cabe en comparación directa con la reacción de los demás. No logré descubrir ni una pizca de ansiedad en su rostro. Trabajaba con movimientos rápidos y seguros. El único sonido aparte de nuestras respiraciones era el tenue tic, tic de las esquirlas de cristal al caer una tras otra sobre la mesa.

    —¿Cómo puedes hacer esto? —le pregunté—. Incluso Alice y Esme... —mi voz se extinguió y sacudí la cabeza maravillada.

    Aunque todos los demás habían abandonado la dieta tradicional de los vampiros de modo tan radical como Carlisle, él era el único capaz de soportar el olor de mi sangre sin sufrir una fuerte tentación. Sin embargo, esto sin duda era algo mucho más difícil de lo que él lo hacía parecer.

    —Son años y años de práctica —me explicó—, ya casi no noto el olor.

    —¿Crees que te resultaría más difícil si abandonaras el hospital durante un periodo largo de tiempo y no tuvieras alrededor tanta sangre?

    —Quizás —se encogió de hombros, pero su pulso permaneció firme—. Aunque... nunca he sentido la necesidad de tomarme unas largas vacaciones —me dirigió una brillante sonrisa—. Me gusta demasiado mi trabajo.

    Tic, tic, tic. Me sorprendía la cantidad de cristales que parecía haber en mi brazo. Tuve la tentación de echar una ojeada al creciente montón para ver lo grande que era, pero sabía que no sería una buena idea y que no me ayudaría en mi propósito de no vomitar.

    —¿Y qué es lo que te gusta de tu trabajo? —le pregunté en voz alta. No comprendía la razón que le había impulsado a soportar todos esos años de lucha y de negación de su propia naturaleza hasta sobrellevarlo con tanta facilidad. Además, quería que siguiera hablando, ya que no prestaría atención a las náuseas mientras tuviera la mente ocupada en la conversación.

    Sus ojos oscuros se mostraban tranquilos y pensativos cuando me contestó:

    —Mmm. Disfruto especialmente cuando mis habilidades... especiales me permiten salvar a alguien que de otro modo hubiera muerto. Es magnífico saber que las vidas de algunas personas son mejores gracias a mi existencia, a mis capacidades. En ocasiones, me resulta útil como instrumento de diagnóstico incluso el sentido del olfato.

    Un lado de su boca se elevó en una media sonrisa.

    Reflexioné sobre ello mientras él examinaba la herida con atención a fin de asegurarse de que hubieran desaparecido todas las esquirlas de cristal. Entonces, empezó a hurgar en su maletín en busca de otros utensilios y yo me esforcé por no imaginar la aguja y el hilo.

    —Intentas compensar a los demás con toda tu alma por algo que, al fin y al cabo, no es culpa tuya —sugerí, mientras comenzaba a sentir una nueva clase de pinchazos en los bordes de la herida—. Lo que quiero decir es que tú no pediste esto. No escogiste esta clase de vida y, aun así, has de luchar mucho para superarte a ti mismo.

    —No creo que intente compensar a nadie —me contradijo con dulzura—. Como todo el mundo, sólo he tenido que decidir qué hacer con lo que me ha tocado en la vida.

    —Haces que suene demasiado fácil.

    Examinó de nuevo mi brazo.

    —Muy bien —dijo mientras cortaba el hilo—. Terminado.

    Sacó un gran bastoncillo de algodón y lo empapó en un líquido parecido al jarabe que luego me extendió por toda la zona herida. El olor era extraño e hizo que me diera vueltas la cabeza. El jarabe me manchó el brazo.

    —Sin embargo, al principio —insistí mientras él colocaba una larga pieza de gasa para proteger la herida y la pegaba a la piel—, ¿cómo se te ocurrió probar un camino diferente al habitual?

    Una sonrisa enigmática curvó sus labios.

    —¿No te ha contado la historia Edward?

    —Sí, pero pretendo comprender cómo se te ocurrió...

    Su rostro se volvió súbitamente serio y me pregunté si sus pensamientos habían seguido el mismo camino que los míos, si se preguntaba cuál sería mi postura cuando —me negaba a formular la frase como si fuera una condicional— me tocara a mí.

    —Ya sabes que mi padre era clérigo —musitó mientras limpiaba la mesa con cuidado; lo hacía a conciencia, frotaba una y otra vez hasta eliminar todos los restos con una gasa mojada. El olor del alcohol me quemaba la nariz—, y tenía una visión bastante estricta del mundo, que yo había empezado a cuestionar ya antes de mi transformación —Carlisle depositó todas las gasas sucias y las esquirlas de cristal en el interior de un bote vacío. No entendí lo que estaba haciendo ni cuando encendió la cerilla. Entonces, la arrojó a las fibras empapadas en alcohol y la repentina llamarada me sobresaltó—. Lo siento —se disculpó—. He de hacerlo... Así que ya entonces discrepaba con su forma de entender la fe, pero en cualquier caso nunca, en los casi cuatrocientos años transcurridos desde mi nacimiento, he visto nada que me haya hecho dudar de la existencia de Dios. Ni siquiera el reflejo en el espejo.

    Fingí examinar el vendaje del brazo para ocultar la sorpresa por el rumbo que había tomado nuestra conversación. En esas circunstancias, el último tema de conversación que se me hubiera ocurrido mantener con él era la religión. Yo misma carecía de fe. Charlie se consideraba luterano, pero eso era porque sus padres lo habían sido; el único tipo de servicio religioso al que asistía los domingos era con una caña de pescar en las manos. Renée probaba con unas iglesias y otras, igual que hacía con sus súbitas aficiones al tenis, la alfarería, el yoga y las clases de francés, y para cuando yo me daba cuenta de su nuevo hobby, ya había comenzado con otro.

    —Estoy seguro de que esto suena un poco extraño, procediendo de un vampiro —sonrió al percatarse de que siempre me sorprendía cuando él mencionaba la palabra con tanta naturalidad—, pero albergo la esperanza de que esta vida tenga algún sentido, incluso para nosotros. Es una posibilidad remota, lo admito —continuó con voz brusca—. Según dicen, estamos malditos de todas formas, pero espero, quizás estúpidamente, que alcancemos un cierto mérito por intentarlo.

    —No creo que sea una estupidez —murmuré. No me podía imaginar a nadie, incluido cualquier tipo de deidad, que no se sintiera impresionado por Carlisle. Además, la única clase de cielo que yo podía tener en cuenta debía ser uno que incluyera a Edward—. Y tampoco creo que nadie lo vea así.

    —Pues, tú eres la única que está de acuerdo conmigo.

    —¿Los demás no lo ven igual? —pregunté sorprendida; en realidad, sólo pensaba en una persona.

    Carlisle nuevamente adivinó la dirección de mis pensamientos.

    —Edward sólo comparte mi opinión hasta cierto punto. Para él, Dios y el cielo existen... al igual que el infierno. Pero no cree que haya vida tras la muerte para nosotros —Carlisle hablaba en voz muy baja. Su mirada se perdía a través de la ventana en el vacío, en la oscuridad—. Ya ves, él cree que hemos perdido el alma.

    Pensé inmediatamente en las palabras de Edward esa misma tarde: ...a menos que desees morir, o lo que sea que nosotros hagamos. Una pequeña bombilla se encendió en mi mente.

    —Ése es el problema, ¿no? —intenté adivinar—. Por eso resulta tan difícil persuadirle en lo que a mí respecta.

    Carlisle respondió pausadamente.

    —Miro a mi... hijo, veo la fuerza, la bondad, la luz que emana, y eso todavía da más fuerzas a mi esperanza, a mi fe, más que nunca. ¿Cómo podría ser de otra manera con una persona como Edward?

    Asentí con la misma confianza.

    —Pero si yo creyera lo mismo que él... —me miró con sus ojos insondables—. Si tú creyeras lo mismo que él, ¿le quitarías su alma?

    La forma en que enunció la pregunta desbarató mi respuesta. Si él me hubiera preguntado si arriesgaría mi alma por Edward, la respuesta sería obvia. Pero ¿habría arriesgado su alma? Fruncí los labios con tristeza. Esto no era cualquier cosa.

    —Supongo que ves el problema.

    Negué con la cabeza, consciente de la posición terca de mi barbilla.

    Carlisle suspiró.

    —Es mi elección —insistí.

    —También es la suya —levantó la mano cuando vio que me disponía a discutir—, desde el momento en que él es el responsable de hacerlo.

    —No es el único capaz de hacerlo —fijé una mirada especulativa en él, que se echó a reír, aligerando repentinamente su humor.

    —¡Oh, no, me parece que has de solucionarlo con él! —entonces suspiró—. Ésta es la parte de la que nunca puedo estar seguro. En muchos otros sentidos, creo que he hecho lo mejor que he podido con lo que me ha tocado. Pero ¿es correcto maldecir a otros con esta clase de vida? No podría tomar esa decisión.

    No pude contestar. Imaginé lo que podría haber sido mi vida si Carlisle hubiera resistido la tentación de cambiar su vida solitaria... y me estremecí.

    —Fue la madre de Edward la que me decidió —la voz de Carlisle era casi un susurro. Su mirada ausente se perdió más allá de las ventanas oscuras.

    —¿Su madre? —siempre que le había preguntado a Edward por sus padres, él sólo me había dicho que habían muerto hacía mucho, y que conservaba recuerdos vagos de ellos. Comprendí que los recuerdos de Carlisle, a pesar de lo breve de su contacto con ellos, eran perfectamente claros.

    —Sí. Su nombre era Elizabeth. Elizabeth Masen. Su padre, que también se llamaba Edward, no llegó a recobrar el conocimiento en el hospital. Murió en la primera oleada de gripe.

    Pero Elizabeth estuvo consciente casi hasta el final. Edward se le parece mucho, tenía el mismo extraño tono broncíneo de pelo y sus ojos eran del mismo color verde.

    —¿Edward también tenía los ojos verdes? —murmuré mientras intentaba imaginarlo.

    —Sí... —los ojos de color ocre de Carlisle habían retrocedido cien años en el tiempo—. Elizabeth se preocupaba de forma obsesiva por su hijo. Perdió sus propias oportunidades de sobrevivir por cuidarle en su lecho de muerte. Yo esperaba que él muriera primero, ya que estaba mucho peor que ella. Cuando le llegó su final, fue muy rápido. Ocurrió justo después del crepúsculo, cuando yo llegaba para relevar a los doctores que habían estado trabajando todo el día. Eran tiempos muy duros como para andar disimulando, había mucho trabajo por hacer y yo no necesitaba descansar. ¡Cuánto odiaba regresar a casa para esconderme cuando había tanta gente muriendo!

    »En primer lugar me fui a comprobar el estado de Elizabeth y su hijo, con quienes me sentía emocionalmente ligado, algo siempre peligroso para nosotros si se tiene en cuenta la fragilidad de la naturaleza humana. Me di cuenta a primera vista de que ella tenía muy mal aspecto. La fiebre campaba a sus anchas y su cuerpo estaba demasiado débil para seguir luchando.

    »Sin embargo, no parecía tan débil cuando me clavó los ojos desde la cama.

    »—¡Sálvelo! —me ordenó con voz ronca, la única que su garganta podía emitir ya.

    »—Haré cuanto me sea posible —le prometí al tiempo que le tomaba la mano. Tenía tanta fiebre que ella probablemente no sintió la gelidez antinatural de la mía. Su piel ardía, por lo que todo debía de parecerle frío al tacto.

    »—Ha de hacerlo —insistió mientras me aferraba con tanta fuerza que me pregunté si, después de todo, conseguiría sobrevivir a la crisis. Sus ojos eran duros como piedras, como esmeraldas—. Debe hacer cuanto esté en su mano. Incluso lo que los demás no pueden, eso es lo que debe hacer por mi Edward.

    »Esas palabras me amedrentaron. Me miraba con aquellos ojos penetrantes y por un momento estuve seguro de que ella conocía mi secreto. Entonces, la fiebre la venció y nunca recobró el conocimiento. Murió una hora después de haberme hecho esa petición.

    «Había sopesado durante décadas la posibilidad de crear un compañero, alguien que pudiera conocerme de verdad, más allá de lo que fingía ser, pero no podía justificarme a mí mismo el hacer a otros lo que me habían hecho a mí.

    »Era obvio que al agonizante Edward le quedaban unas pocas horas de vida, y junto a él yacía su madre, cuyo rostro no conocía la paz ni siquiera en la muerte, al menos no del todo...

    Carlisle rememoró la escena completa; conservaba muy nítidos los recuerdos a pesar del siglo transcurrido. Yo lo veía con idéntica claridad a medida que él hablaba: la atmósfera desesperada del hospital, la omnipresencia de la muerte, la fiebre que consumía a Edward mientras se le escapaba la vida con cada tictac del reloj... Volví a estremecerme y me esforcé en desechar la imagen de mi mente.

    —Las palabras de Elizabeth aún resonaban en mi cabeza. ¿Cómo podía adivinar lo que yo podía hacer? ¿Querría alguien realmente una cosa así para su hijo?

    »Miré a Edward, que conservaba la hermosura a pesar de la gravedad de su enfermedad. Había algo puro y bondadoso en su rostro. Era la clase de rostro que me hubiera gustado que tuviera mi hijo...

    «Después de todos aquellos años de indecisión, actué por puro impulso. Llevé primero el cuerpo de la madre a la morgue; luego, volví a recogerle a él. Nadie se dio cuenta de que aún respiraba. No había manos ni ojos suficientes para estar ni la mitad de pendientes de lo que necesitaban los pacientes. La morgue estaba vacía, de vivos, al menos. Le saqué por la puerta trasera y le llevé por los tejados hasta mi casa.

    »No estaba seguro de qué debía hacer. Opté por imitar las mismas heridas que yo había recibido hacía ya tantos siglos en Londres. Después, me sentí mal por eso. Resultó más doloroso y prolongado de lo necesario.

    »A pesar de todo, no me sentí culpable. Nunca me he arrepentido de haber salvado a Edward —volvió al presente. Sacudió la cabeza y me sonrió—. Supongo que ahora debo llevarte a casa.

    —Yo lo haré —intervino Edward, que entró en el salón en penumbra y se acercó despacio hacia mí. Su rostro estaba en calma, impasible, pero había algo raro en sus ojos, algo que intentaba esconder con todo su empeño. Sentí un incómodo espasmo en el estómago.

    —Carlisle me puede llevar —contesté. Me miré la blusa; la tela de algodón azul claro estaba moteada con manchas de sangre. El hombro derecho lo tenía cubierto con una capa espesa de una especie de glaseado rosa.

    —Estoy bien —repuso con voz inexpresiva—. En cualquier caso, debes cambiarte de ropa si no quieres que a Charlie le dé un ataque al verte con esas pintas. Le diré a Alice que te preste algo.

    Salió a grandes zancadas otra vez por la puerta de la cocina.

    Miré a Carlisle con ansiedad.

    —Está muy disgustado.

    —Sí —coincidió Carlisle—. Esta noche ha ocurrido precisamente lo que más teme, que te veas en peligro debido a lo que somos.

    —No es culpa suya.

    —Tampoco tuya.

    Desvié la mirada de sus ojos sabios y hermosos. No podía estar de acuerdo con eso.

    Carlisle me ofreció la mano para ayudarme a levantar de la mesa. Le seguí hacia la habitación principal. Esme había regresado y se había puesto a limpiar con lejía la parte del suelo donde yo me había caído para eliminar el olor.

    —Esme, déjame que lo haga —pude sentir que enrojecía otra vez.

    —Ya casi he terminado —me sonrió—. ¿Qué tal estás?

    —Estoy bien —le aseguré—. Carlisle cose mucho más deprisa que cualquier otro doctor de los que conozco.

    Ambas reímos entre dientes.

    Alice y Edward entraron por la puerta trasera. Alice se apresuró a acudir a mi lado, pero Edward se rezagó, con una expresión indescifrable.

    —Venga, vamos —me dijo—. Te daré algo menos macabro para que te lo pongas.

    Encontró una blusa de Esme de un color muy parecido a la mía. Estaba segura de que Charlie no se daría cuenta. El largo vendaje blanco del brazo no parecía ni la mitad de serio una vez que dejé de estar salpicada de sangre. Charlie ya nunca se sorprendía de verme vendada.

    —Alice —susurré cuando ella se dirigió hacia la puerta.

    —¿Sí?

    Ella mantuvo el tono de voz bajo también y me miró con curiosidad, con la cabeza inclinada hacia un lado.

    —¿Hasta qué punto ha sido malo?

    No podía estar segura de que mis susurros fueran un esfuerzo baldío, ya que aunque estábamos en la parte de arriba de las escaleras, con la puerta cerrada, a lo mejor él podía oírlo igualmente.

    Su rostro se tensó.

    —Aún no estoy segura.

    —¿Cómo está Jasper?

    Ella suspiró.

    —No se siente muy orgulloso de sí mismo. Todo esto supone un gran reto para él, y odia sentirse débil.

    —No es culpa suya. Dile que no estoy enfadada con él, en absoluto, ¿se lo dirás?

    —Claro.

    Edward me esperaba en la puerta principal. La abrió —sin despegar los labios— en cuanto llegué al pie de la escalera.

    —¡No te dejes olvidados los regalos! —gritó Alice mientras me acercaba a él con cautela. Ella recogió los dos paquetes, uno a medio abrir, y la cámara de debajo del piano, y los empujó todos contra mi brazo bueno—. Ya me darás las gracias luego, cuando los abras.

    Esme y Carlisle se despidieron con un tranquilo «buenas noches». Advertí las miradas furtivas que dirigían a la expresión impasible de su hijo, igual que las mías.

    Fue un alivio salir afuera. Me apresuré a dejar atrás los farolillos y las rosas, ahora recuerdos incómodos. Edward se adaptó a mi ritmo sin decir ni una palabra. Me abrió la puerta del copiloto y subí sin quejarme.

    Había un gran lazo rojo en torno al nuevo aparato estéreo del salpicadero. Quité el lazo y lo arrojé al suelo. Edward se sentó al volante mientras lo escondía debajo de mi asiento.

    No me miró ni a mí ni al estéreo. Ninguno de los dos lo encendimos, y el silencio se vio intensificado por el repentino estruendo del motor. Condujo con demasiada rapidez por el sinuoso camino.

    El silencio me estaba volviendo loca.

    —Di algo —supliqué al fin, cuando enfilaba hacia la carretera.

    —¿Qué quieres que diga? —preguntó con indiferencia.

    Me acobardé ante su tono distante.

    —Dime que me perdonas.

    Esto hizo que su rostro se agitara con una chispa de vida, una chispa de ira.

    —¿Perdonarte? ¿Por qué?

    —Nada de esto hubiera ocurrido si hubiera tenido más cuidado.

    —Bella, te has cortado con un papel. No es como para merecer la pena de muerte.

    —Sigue siendo culpa mía.

    Mis palabras demolieron la barrera que contenía sus emociones.

    —¿Culpa tuya? ¿Qué hubiera sido lo peor que te hubiera podido pasar de haberte cortado en la casa de Mike Newton, con tus amigas humanas, Angela y Jessica? Si hubieras tropezado y te hubieras caído sobre una pila de platos de cristal sin que nadie te hubiera empujado, ¿qué es lo peor que te hubiera podido pasar? ¿Manchar de sangre los asientos del coche mientras te llevaban a urgencias? Mike Newton te hubiera tomado la mano mientras te cosían sin tener que combatir contra el ansia de matarte todo el tiempo que hubieras permanecido allí. No intentes culparte por nada de esto, Bella. Sólo conseguirás que todavía me sienta más disgustado.

    —¿Cómo es que ha entrado Mike Newton en esta conversación? —inquirí.

    —Mike Newton ha aparecido en esta conversación porque, maldita sea, él te hubiera convenido mucho más que yo —gruñó.

    —Preferiría morir antes que terminar con Mike Newton —protesté—. Preferiría morir antes que estar con otro que no fueras tú.

    —No te pongas melodramática, por favor.

    —Vale; entonces, no seas ridículo.

    No me contestó. Miró a través del cristal delantero con una expresión furibunda.

    Me estrujé las meninges en busca de alguna forma de salvar la noche, pero todavía no se me había ocurrido nada cuando aparcamos delante de mi casa.

    Apagó el motor, sin apartar las manos que apretaban de forma crispada el volante.

    —¿Te quedarás esta noche? —le pregunté.

    —Debería irme a casa.

    Lo último que quería era que se marchara para seguir regodeándose en el remordimiento.

    —Sólo por mi cumpleaños —le presioné.

    —No puedes tener las dos cosas, o quieres que la gente ignore tu cumpleaños o no lo quieres. Una cosa u otra.

    Su voz sonaba severa, pero no tan seria como antes. Para mis adentros, suspiré con alivio.

    —De acuerdo. Acabo de decidir que no quiero que ignores mi cumpleaños. Te veré arriba.

    Me volví un momento para recoger mis paquetes. El frunció el ceño.

    —No estás obligada a llevártelos.

    —Quiero hacerlo —le respondí a bote pronto; luego, me pregunté si no estaría usando conmigo la táctica de llevarme la contraria para que hiciera lo que él quería.

    —No, no estás obligada. Carlisle y Esme sólo han gastado dinero.

    —Los acepto —coloqué los paquetes de cualquier modo debajo del brazo bueno y cerré la puerta de un portazo al salir. Él se bajó del coche y estuvo a mi lado en menos de un segundo.

    —En tal caso, déjame que te los lleve —dijo mientras me los quitaba—. Estaré en tu habitación.

    Yo sonreí.

    —Gracias.

    —Feliz cumpleaños —suspiró y se inclinó para rozar mis labios con los suyos.

    Me puse de puntillas para prolongar el beso, pero él se retiró, sonrió con esa sonrisa traviesa que tanto me gustaba y desapareció en la oscuridad.

    El juego no se había acabado. Tan pronto como traspasé la puerta principal, sonó el timbre que anunciaba mi llegada por encima del parloteo del gentío en la televisión.

    —¿Bella? —me llamó Charlie.

    —Hola, papá —contesté al doblar la esquina que daba al salón. Acerqué el brazo al costado. La ligera presión me quemaba y arrugué la nariz. Al parecer, se estaba yendo el efecto de la anestesia.

    —¿Cómo te lo has pasado? —Charlie estaba tumbado con los pies descalzos apoyados en el brazo del sofá. Tenía aplastado contra la cabeza lo que le quedaba de su cabello marrón rizado.

    —Alice se pasó. Pastel, flores, velas, regalos... Vamos, el lote completo.

    —¿Qué te han regalado?

    —Un estéreo para el coche —y varias cosas que aún no había visto.

    —Guau.

    —Vaya —asentí—. En fin, menuda nochecita.

    —Te veré por la mañana.

    Me despedí con la mano.

    —Hasta mañana.

    —¿Qué le ha pasado a tu brazo?

    Enrojecí y maldije en mi fuero interno.

    —Resbalé, pero no ha sido nada.

    —Ay, Bella —suspiró él al tiempo que sacudía la cabeza.

    —Buenas noches, papá.

    Me apresuré hacia el baño, donde guardaba mi pijama para noches como éstas. Me puse el top y los pantalones de algodón a juego que tenía allí para reemplazar la sudadera llena de agujeros que solía usar para irme a la cama. Hacía gestos de dolor con cada movimiento que me tiraba de los puntos. Me lavé la cara con una mano, los dientes, y me precipité a mi habitación.

    Estaba sentado en el centro de mi cama sin dejar de juguetear ociosamente con una de las cajas plateadas.

    —Hola —dijo con voz apenada; parecía regodearse en la tristeza.

    Me fui a la cama, le quité los regalos de las manos y me senté en su regazo.

    —Hola —me acurruqué contra su pecho pétreo—. ¿Puedo abrir mis regalos ahora?

    —¿A qué viene tanto entusiasmo repentino? —me preguntó.

    —Has despertado mi curiosidad.

    Tomé en primer lugar el paquete plano y alargado; suponía que era el regalo de Carlisle y Esme.

    —Déjame —sugirió él. Me lo quitó de las manos, rompió el papel con un movimiento fluido y me devolvió una caja blanca rectangular.

    —¿Estás seguro de que podré apañarme para abrir la tapa? —murmuré, pero me ignoró.

    Dentro de la caja había una larga pieza de papel grueso con una agobiante cantidad de letra impresa de gran calidad. Me llevó un minuto comprender lo fundamental de la información.

    —¿Vamos a ir a Jacksonville? —me emocioné a mi pesar. Era un vale para billetes de avión, para ambos.

    —Esa es la idea.

    —No puedo creerlo. ¡Renée se va poner loca de contento! ¿Seguro que no te importa? Es un lugar soleado y tendrás que estar dentro todo el día.

    —Creo que me las apañaré —contestó, pero luego frunció el ceño—. Te habría obligado a abrirlo delante de Carlisle y Esme de haberme imaginado que corresponderías con tanto entusiasmo a un regalo como éste. Pensé que protestarías.

    —Bueno, es cierto que es excesivo. Pero ¡lo aceptaría sólo por llevarte conmigo!

    Se rió entre dientes.

    —Ahora desearía haberme gastado dinero en tu regalo. No me había dado cuenta de que pudieras ser tan razonable.

    Dejé los billetes a un lado y tomé su regalo, ya que mi curiosidad se había reavivado. Me lo quitó de las manos y lo desenvolvió como el primero.

    Me devolvió un estuche de regalo para CD con un disco virgen plateado en el interior.

    —¿Qué es? —pregunté, perpleja.

    No dijo nada. Tomó el CD y se alzó sobre mí para ponerlo en el reproductor que había en la mesilla de noche. Pulsó el botón de play y esperamos en silencio. Entonces, empezó a sonar la música.

    Escuché con los ojos como platos y sin poder articular palabra. Supe que él esperaba mi reacción, pero fui incapaz de hablar. Se me llenaron los ojos de lágrimas y alcé la mano para limpiármelas antes de que empezaran a derramarse.

    —¿Te duele el brazo? —me preguntó con ansiedad.

    —No, no es mi brazo. Es precioso, Edward. No me podías haber regalado nada que me gustara más. No puedo creerlo.

    Me callé, porque quería seguir escuchando la música. Su música. La había compuesto él. La primera pista del CD era mi nana.

    —Supuse que no me dejarías traer aquí un piano para interpretarla —me explicó.

    —Tienes razón.

    —¿Te duele el brazo?

    —Está bastante bien —en realidad, comenzaba a arderme debajo del vendaje. Quería ponerme hielo. Me hubiera gustado colocarlo encima de su fría mano, pero eso me hubiera delatado.

    —Te traeré un Tylenol.

    —No necesito nada —protesté, pero me desligó de su regazo y se dirigió a la puerta.

    —Charlie —susurré; él no estaba informado «exactamente» de que Edward se quedaba a menudo. De hecho, le hubiera dado un infarto de haberlo sabido, pero no me sentía demasiado culpable por engañarle. No era como si estuviera haciendo algo que él no quisiera que hiciese. Edward tenía sus reglas...

    —No me verá —prometió Edward mientras desaparecía silenciosamente por la puerta. Volvió a tiempo de sujetarla antes de que el borde llegara a tocar el marco. Traía una caja de pastillas en una mano y un vaso de agua en la otra.

    Tomé las pastillas que me dio sin protestar, ya que sabía que perdería en la discusión. Además, el brazo me molestaba de veras.

    Mi nana continuaba sonando de fondo, dulce y encantadora.

    —Es tarde —señaló Edward. Me alzó por encima de la cama con un brazo y con el otro abrió la cama. Me acostó con la cabeza en la almohada y me arropó bien con el edredón. Se acostó a mi lado, pero encima de la ropa de cama de modo que no me quedara congelada y me pasó el brazo por encima.

    Apoyé la cabeza en su hombro y suspiré, feliz.

    —Gracias otra vez —susurré.

    —No hay de qué.

    Nos quedamos sin movernos ni hablar durante un buen rato, hasta que la nana llegó a su fin y comenzó otra canción. Reconocí la favorita de Esme.

    —¿En qué estás pensando? —le pregunté con un murmullo.

    Dudó un segundo antes de contestarme.

    —Estaba pensando en el bien y el mal.

    Un escalofrío me recorrió la columna.

    —¿Te acuerdas de cuando decidí que no quería que ignoraras mi cumpleaños? —le pregunté enseguida con la esperanza de que mi intento de distraerle no pareciera demasiado evidente.

    —Sí —admitió con cautela.

    —Bien, estaba pensando... que ya que todavía es mi cumpleaños, quería que me besaras otra vez.

    —Pues sí que estás antojadiza esta noche.

    —Pues sí, pero claro, no tienes que hacer nada que no quieras —añadí, picada.

    Rió y después suspiró.

    —Que el cielo me impida hacer aquello que no quiera —repuso con una extraña desesperación en la voz mientras ponía el dedo bajo mi barbilla y alzaba mi rostro hacia el suyo.

    El beso empezó del modo habitual, Edward procuraba tener el mismo cuidado de siempre y mi corazón reaccionaba de forma tan desaforada como de costumbre. Entonces, algo pareció cambiar. De pronto, sus labios se volvieron más insistentes y su mano libre se enredó en mi pelo aferrando mi cabeza firmemente contra la suya. Agarré su pelo con mis manos; estaba cruzando los límites impuestos por su cautela, sin duda, pero esta vez no me detuvo. Sentí su frío cuerpo a través de la fina colcha, y me apreté con deseo contra él.

    Cuando se apartó, lo hizo con brusquedad; me empujó hacia atrás con manos amables, pero firmes.

    Me desplomé en la almohada jadeando, con la cabeza dándome vueltas. Algo intentaba asomar en los límites de mi memoria, pero se me escapaba...

    —Lo siento —dijo él, también sin aliento—. Esto es pasarse de la raya.

    —A mí no me importa en absoluto —resollé.

    Frunció el ceño en la oscuridad.

    —Intenta dormir, Bella.

    —No, quiero que me beses otra vez.

    —Sobrestimas mi autocontrol.

    —¿Qué te tienta más, mi sangre o mi cuerpo? —le desafié.

    —Hay un empate —sonrió ampliamente a pesar de sí mismo y pronto se puso serio otra vez—. Y ahora, ¿por qué no dejas de tentar a la suerte y te duermes?

    —Vale —asentí mientras me acurrucaba junto a él. Me sentía realmente exhausta. Había sido un día muy largo y tampoco en ese momento me notaba aliviada. Más bien me parecía como si estuviera a punto de suceder algo aún peor. Era una premonición tonta, ya que, ¿qué podía ser peor? No había nada que pudiera estar al nivel del susto de aquella tarde, sin duda.

    Intentando actuar con astucia, apreté mi brazo herido contra su hombro, de modo que su piel fría me consolara del ardor de la herida. Pronto me sentí mucho mejor.

    Estaba medio dormida, más bien casi del todo, cuando me di cuenta de qué era lo que me había recordado su beso: la pasada primavera, cuando tuvo que dejarme para intentar apartar a James de mi pista, Edward me había besado como despedida, sin saber cuándo o si nos veríamos de nuevo. Este beso había tenido el mismo sabor doloroso por alguna razón que no acertaba a imaginar. Me sumí en una inconsciencia inquieta, como si ya tuviera una pesadilla.